sábado, febrero 16, 2008

La vez que Roosevelt se encontró a Churchill en porretas

Es una de las anécdotas más curiosas de la historia contemporánea. Tiene hasta su “pincelada de ambigüedad”. Y es que os podéis imaginar la cara de “tierra trágame” del uno y la de “¡británico tenía que ser!” del otro.

No se me ocurre ningún tema del que hablar hoy. La historia de Gallardón y los transexuales ya ha hecho correr suficiente tinta digital y así con todo… Así que aprovecho para contar uno de mis episodios históricos favoritos.

Estamos a principios de la II guerra mundial. En esa época de políticos con un par de pelotas que, cuando todo estaba perdido, consiguieron parar los pies al totalitarismo. En agosto del 41, el señor Winston Churchill, freedom fighter donde los haya habido, estaba reunido con su homólogo americano, Frankin D. Roosevelt en el “Augusta”, a las costas de Terranova para pedirle ayuda económica para la guerra.

El rollo que se traían entre los dos era mitad admiración, mitad desprecio. Normal. Por un lado teníamos a un hiperactivo, que fumaba puros que tumbarían al bueno de Bogart y que había aceptado la presidencia del gobierno cuando ni siquiera el mismísimo Garzón se hubiera atrevido (y mira que son ansias de poder ¿eh?). Por el otro, Roosevelt era el típico “niño bien”, progre, de vida tranquila, coleccionista de sellos y paralítico. Sin embargo, ambos habían demostrado ser animales políticos. Y los perros viejos siempre acaban entendiéndose. Por eso no es de extrañar que de esa reunión saliera la “carta del Atlántico” y EEUU se convirtiera en el “arsenal de la democracia” o dicho de otra forma, el que financiaba los gastos de guerra de Inglaterra. Meses después pasaría a participar activamente en la contienda pero eso es otra historia…

Así que durante los días que estos dos lobos de mar estuvieron en el “Augusta” hubo bastante buen feeling. Ya sabéis. Ya que vamos a estar en el mismo bando en una guerra, vamos a llevarnos bien. Os podéis imaginar la cantidad de puros que compartirían, los chistes malos que no se contarían y las borracheras que disimularía Winston delante del casi abstemio Roosevelt.

Y en este plan, un día el bueno de Churchill se estaba pegando una ducha. Era un tipo de buenas costumbres así que podría tirarse bajo el chorro de agua más de media hora perfectamente. Daba la hora de cenar y el otro, que ya había cogido confianzas, decidió subir a la habitación de su nuevo colega a llamarle para que bajara al salón del barco.

Maldita la hora en la que se le ocurrió hacerse el “tio cordial”. Nada más abrió la puerta, Churhill salía en porretas del cuarto de baño. Sin toalla ni nada. Imaginaos la cara de Roosevelt en su silla de ruedas, viendo al amigo, como Dios le trajo al mundo pero con cien kilos más. Las gotas de agua todavía resbalando por su barriga. Situación violenta donde las haya. Entonces se acercó a su compañero de guerra, le puso una mano en el hombro y le dijo, como si “aquí no ha pasado nada”:

“Entre nosotros no hay secretos”


No hay comentarios: