
Lo cierto es que la mayoría de los dictadores terminan bastante bien. Y su piara de aduladores no deja de serlo hasta que no se acepta socialmente que "eran malos". Si hasta el comunista más recalcitrante considera hoy a Stalin como un genocida, hace cincuenta años sus correligionarios seguían sus dictados tal cual le salían del bigote. Y tan contentos.
Algo parecido pasa con Fidel Castro. Y por eso la manifestación del 1 de febrero en Sol. Desde luego que no sirve para nada. Que el castrismo no va a desaparecer, ni se va a resentir porque nadie se junte para protestar a miles de kilómetros de distancia de La Habana. Pero al menos uno podrá decir que, cuando la comunidad internacional se la cogía con papel de fumar al juzgar al “comandante” y los directores de cine hacían hagiografías de su régimen, él le echó un par de pelotas.
Es una forma de distinguirse de la jarcia de hijos de puta que en unos años saldrá soltando pestes contra “el falso comunismo de Cuba”. Los mismos que ahora cuelgan carteles como el de arriba o defienden la dictadura porque proporciona un servicio inmejorable de sanidad pública. Muchos de ellos, además, han tenido oportunidad de descubrir el buen estado y la buena formación de las putas de la zona. Lo han conocido a fondo. Y son pollas bien agradecidas.
No es más que para eso. Para no esperar a decir que “yo descorché champán el día que se celebraron las primeras elecciones en Cuba” mientras usamos la camiseta raída del Che para limpiar los cristales. Es un simple ejercicio de coherencia.